Capítulo 23















Elabore un texto argumentativo a favor o en contra de que la conversación presencial se esté perdiendo...


Yo vengo de un tiempo humano, cada vez más remoto, en el que conversar era el don, el privilegio y la costumbre más encomiable. No sé si ese tiempo tuvo un lugar o si a lo largo de los siglos estamos distribuidos, aquí y allá, los habitantes de su espacio. Creo más probable esta segunda opción, la creo porque he aprendido a reconocer de lejos a los miembros de esta especie de secta cada vez más exigua que podríamos llamar los conversadores. No hay necesidad de trámite, ni de credenciales ni de registros para ser un buen conversador. La única seña está en la facilidad con que traban cercanía y descubren sus emociones, dudas, pesares y proyectos como quien desgrana un rosario. Impúdicos y desmesurados se vuelven invulnerables, porque todo lo suyo lo comparten. Y si un problema tienen, es el que los hace vivir corriendo el riesgo de derivar en chismosos. Nada tan despreciable para un conversador como un chismoso y, para su desgracia, nada más cercano a la vera del acantilado por el cual caminan. Antes que nadar, comer, dormir o cualquier otro placer parecido, los conversadores prefieren intercambiar palabras. Tal vez porque los besos están emparentados con las palabras, y el amor puede ser una conversación perfecta. De ahí que los conversadores tiendan a enamoradizos. Como tienden también a cantar cuando están solos o a colgarse del teléfono a propósito de casi cualquier cosa. El reloj es su enemigo más acérrimo y no lo pueden remediar, saludan a desconocidos en el mercado o en la calle y tienden a dar consejos a quien no se los pide. Cuando sienten que el día no les rindió, que algo le falta al mundo para poder cerrarse sobre su almohada, se prenden de un libro o de una película de esas en que no importa lo que pase, con tal de que importe lo que se diga. (Ángeles Mastretta, “Los conversadores” en El mundo iluminado, 1999)

Elabore un texto argumentativo a favor o en contra del poder de la lectura para fomentar la fantasía...

Hay que apoyar a los libreros, nos dicen, y eso es absolutamente cierto. Las librerías se han convertido en trincheras, baluartes de un antiguo negocio que hoy es algo más, un símbolo de la cultura tal y como la hemos conocido hasta ahora. Sus dueños se han convertido en animadores, agitadores de la literatura, y sus vidas han cambiado tanto como las nuestras. Ahora cuentan cuentos, dibujan murales, dominan las redes sociales, hacen magdalenas en el horno de la cocina de su casa para invitar a sus clientes y hasta cantan si hace falta. Todo por los lectores, esa casta heroica que resiste a viento y marea en territorio hostil.
Hace un siglo, la literatura era la única puerta hacia lo maravilloso que estaba a disposición de un porcentaje importante de la población. Actualmente, cualquiera tiene en su casa seis o siete puertas gratuitas y a todo color, que no requieren más esfuerzo que sentarse en un sofá y apretar un botón. No piden mucho, tampoco lo dan, y sin embargo es tan fácil usarlas que la imagen de cualquier persona que empuja la puerta de una librería, solo o en compañía, para pasar media hora mirando las portadas de los libros que reposan sobre las mesas, leyendo las contraportadas, mirando las solapas, tomándolos entre las manos para calibrar su peso, su espesura, su olor, escogiendo al fin el que va a llevarse a casa para sumergirse inmediatamente en sus páginas, es una de las imágenes más conmovedoras que hoy existen.
Los escritores, los libros, las librerías no existirían sin lectores. Lo sé, y me alegro infinitamente de encontrarme con ellos. La emoción de mirarlos a los ojos, de uno en uno, compensa las habitaciones de hotel, los madrugones, los paseos a medianoche por aeropuertos inhóspitos en pos del último vuelo, que siempre se retrasa y siempre es el que estoy esperando. Tú no me conoces, me dicen de vez en cuando al acercarse a la mesa, pero yo a ti sí, te conozco muy bien, y llevan razón. Entonces recuerdo a todos los escritores a quienes yo conocí cuando era una simple lectora, aquellos a quienes miraba de lejos en las Ferias del Libro de mi juventud, y comprendo que soy una mujer muy afortunada, que tengo mucha suerte, muchos motivos para estar agradecida a mi vida y a la de todos los hombres, todas las mujeres que leen mis libros. (Almudena Grandes, “Vivo en la carretera” en EL PAÍS SEMANAL, 15/10/2017)



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